Viajaba frecuentemente con mi padre a la Aduana de Valencia de Alcántara en Cáceres, donde él hacía las inspecciones correspondientes de la salida del corcho en tren hacia toda España.
Durante el recorrido siempre explicaba, con enorme profusión de datos, cómo el corcho pasaba por distintas fases hasta embarcar, pero lo más importante, en lo que siempre hacía hincapié, era en la necesidad de conservación de los bosques, dejar que el tiempo meteorológico, los animales y la ausencia de cuidados especiales, guardaran el bosque para que, durante siglos, siguieran proporcionando ese oro especial que es el corcho.
Ahora, después de años, casi con la cadencia de las sacas, vuelve la obra de Agustín de Córdoba, que ha transitado durante este tiempo entre distintas especies vegetales, cielos y ambientes, pero que irremisiblemente vuelve a retomar sus árboles hermosos, los paisajes agresivos y la desnudez del tronco que se tiñe de rojo avergonzado porque lo han desnudado otra vez.
Agustín se ha pasado el tiempo buscando, investigando y trasladando los conocimientos al lienzo sin parar. A pesar del tiempo transcurrido los árboles han vuelto a proporcionar el ambiente, le han hecho volver a los orígenes y dar sentido a la obra, como cerrando un círculo propio de los bosques, más que de los artistas. Es como si se hubiera fundido con la Naturaleza, como si hubiera querido decir que a pesar de lo pasado, siempre ha estado ahí de guardián.
Formatos hermosos, colores vivísimos, paisajes reconocibles sin nieblas ajenas o fríos impropios de estos lugares, forman la nueva colección que se revuelve sobre sí misma como si fuera vieja, como si no quisiera abandonar nunca las raíces sobre las que creció y con la que tantos éxitos ha conseguido.
Echamos de menos bellotas, pequeñas hojas dentadas, algún boletus, o un ciervo que nos mira descaradamente, pero sin saberlo están ahí. El campo de Agustín nos protege y produce la sensación de mantenernos a cubierto de cualquier inclemencia, porque esos gigantes que arropan el suelo lleno de secretos y vida son lo que realmente importan.
No hay diferencia casi entre los momentos de obra abstracta de Agustín y estos nuevos cuadros en los que distinguimos perfectamente los troncos de los alcornoques o los ríos que corren mansamente con escasos caudales. Si los miras, si piensas en qué son, podrían transformarse en rayos cegadores de sol, lavas desbordadas o atardeceres otoñales en las Villuercas.
En realidad, la Naturaleza (con mayúsculas) lo embarga todo. No hay definición posible al modo de expresar el arte. No existe catalogación, ni sería justo hacerla, de lo que ante los ojos se nos muestra. Es el paso por la vida, trago a trago y sin dejar perder un amanecer para poder aplaudir atardeceres, antes de que llegue la luna llena.
Es de agradecer siempre a Agustín de Córdoba, que nos permita mirar con emoción lo que a casi todos se nos queda atrás, como si no ocurriera.
Matilde Muro Castillo.